El
mejor legado que podemos transmitir a nuestros hijos es, sin duda, el
amor. Éste es la fuente
de su autoestima, lo que les hace fuertes para afrontar retos y
frustraciones, lo que les
embarca hacia el éxito personal.
Al
nacer, todos contamos con un potencial intelectual que crecerá según
los estímulos que
recibamos, ya que nuestra corteza cerebral no
evoluciona automáticamente sino de acuerdo
con la información que
recibimos. El principal desarrollo en el niño se produce durante
los
primeros cuatro años, en el periodo imprinting, cuando el
cerebro del pequeño es más sensible
al aprendizaje y ‘llena su
disco duro’.
Durante
esta etapa es fundamental que el niño albergue en su mente el mayor
número de
vivencias posible que, junto con una adecuada
estimulación, generarán nuevas conexiones
neuronales en su
cerebro, y éstas determinarán su inteligencia. Investigadores de
la
Universidad de Montreal (Canadá) compararon el desarrollo del
cerebro de ratas cuyas madres
les lamían y rozaban, con el de otras
que no habían recibido ‘afecto’. Comprobaron que las que
habían
tenido contacto físico desarrollaron más su cerebro y eran más
capaces de afrontar
situaciones de estrés. En otra investigación,
llevada a cabo por la Universidad de Washington,
se descubrió que
cuando los padres hablan de sus emociones en familia, los hijos
aprenden a
manejar mejor las suyas, prestan más atención y son
mejores alumnos en el colegio.
El
amor alimenta su cerebro
El
cariño expresado de mil maneras (una caricia, una mirada, la
suavidad de una voz...)
desencadena en nuestro cerebro la producción
de oxitocina, una hormona que nos hace
proclives al amor y la
ternura. Los científicos la llaman “la molécula de la confianza”.
Menos
conocida es la vasopresina, que también circula por nuestro
cuerpo cuando nos sentimos
queridos. Esta sustancia regula nuestras
reacciones emocionales y cognitivas, además de la
presión arterial
y la capacidad para calmar el dolor. Pues bien, un estudio realizado
en la
Universidad de Wisconsin Madison (EE. UU.) demuestra que los
niños criados con padres
cariñosos tienen niveles más altos de
estas dos hormonas que los que no reciben afecto.
No
pienses que malcrías a tu hijo si lo coges cuando llora. Dile lo
mucho que le quieres y
lograrás despertar su inteligencia. Él
necesita saber que puede contar contigo para sentir
confianza en sí
mismo. Una forma muy agradable de demostrarle tu amor puede ser
haciéndole masajes mientras le estés hablando. Esta práctica crea
lazos afectivos entre el
bebé y el adulto. Y con las caricias
enviamos mensajes al cerebro que consiguen establecer
conexiones,
las cuales permiten que el pequeño aprenda.
La
tensión constante o la falta de ternura dentro del seno familiar
genera en el cerebro del niño
una sustancia, el cortisol, que puede
entorpecer su crecimiento. Lo ilustra el estudio realizado
por la
psiquiatra Marcelle Geber, en el que compara a bebés de Uganda
amamantados y
cuidados con amor por sus madres, con bebés de Europa
alimentados sólo con biberón
mientras permanecían sentados en
carritos. Descubrió que los primeros desarrollaban sus
capacidades
motrices e intelectuales mucho antes que los segundos.
¿Algo
menos de autoestima?
Está
claro que el amor mejora notablemente la imagen que el pequeño tiene
de sí mismo, y
que ésta influye en el buen rendimiento escolar.
Sin embargo, Betsy Hart (madre de cuatro
niños y columnista
norteamericana) advierte, en su libro Sin miedo a educar, de un
peligro:
“Los psicólogos han averiguado que muchos estudiantes
con notas mediocres tienen un
concepto bastante elevado de sí
mismos”. Se trata de un fenómeno nuevo, propio de una
generación
reciente, educada en una autoestima desmedida. ¿La propuesta?:
“Mostrar a
nuestros hijos que son valiosos no porque ‘sean
estupendos hagan lo que hagan’, sino porque
pueden elegir hacer
las cosas mejor cada día”.
Fuente:
http://www.ar-revista.com